Por Orton Wuelles
Santiago, de cincuenta años mal vividos, se atemorizó ante las palabras de la niña. Apenas diez años de edad y ya estaba causándole una erección que ninguna mujer había sido capaz de causarle. Quiso alejarse pero no pudo. La vejez prematura, su vida solitaria y el onanismo le impidieron frecuentar el pudor.
La calle estaba desierta, como todas las calles en donde se puede cometer un crimen. La pequeña se metía un dedo en la boca. Sus dorados cabellos tenían un brillo apagado. Estaban organizados en dos trenzas inocentes que caían tiesas de la cabeza.
El anciano imaginó y rechazó lo imaginado. La niña continuaba metiéndose el dedo en la boca. Los labios eran húmedos, cual si acabaran de chupar una fruta o como si sonrieran en una tarde feliz y chorrearan babas llenas de dulce o de melcocha.
La niña lo llevó a su casa. Estaba sola. Entre los vericuetos del deseo, alcanzó a pensar que lo llevaba a su cuarto para exhibir orgullosa sus juguetes o, con miedo, el cadáver descuartizado de la madre y el cuerpo colgante del padre. Pero nunca supo cómo terminó desnudo, cómo se sintió impulsado a meter su pene en la vagina pulcra e incontaminada de la niña. Mientras apretaba el culo y llegaba al éxtasis, entre la luz que llegaba a sus ojos entrecerrados se filtró la imagen de una camisa de extraña forma cúbica. Cuando oyó el "me duele, me duele" de la niña, la miró a la cara. Más tarde recordó que la expresión de angustia le pareció falsa, como practicada frente a un espejo.
Había eyaculado en la vagina virgen y sangrienta. Era demasiado el semen que había escupido su poco usado órgano o gastado por las constantes masturbaciones apresuradas y caóticas. Sus cincuenta años aparentaban duplicarse. Tenía una cara de arruga mal formada, de vejez sucia y solitaria. Cuando volvió a su cuarto pensó en el crimen cometido: era rico, soltero y olía a orines y a soledad. No sabía que lo que acababa de hacer era comunmente conocido como violación: pero nunca había forzado a nadie ni la niña parecía haberse resistido. Se durmió tranquilo cuando imaginó la escena, las posibilidades de satisfacción que traería prolongar su relación con ella. La adoraba.
Dos meses después se vio enjuiciado. La cara de rabia de los asistentes tenía el ridículo rictus de los justicieros públicos. La niña lloró y confesó algo que parecía evidente. Santiago la había abordado en la calle y la había llevado a su casa conociendo la ausencia de los padres. Ella había sido forzada. Periodistas, ancianas beatas y dos o tres desocupados lo miraron con un odio fabricado para configurar la indignación pública. Fue odiado por televidentes y lectores de periódicos. Su cara fue exhibida en todos los medios.
La principal prueba del crimen: un video tomado por una grabadora encendida casualmente en la casa de la niña. Ahora sabía el porqué de la forma rectangular de la camisa. Ante tales evidencias el hombre no fue capaz de alegar inocencias o confesar culpas. Quiso ser condenado sin saber el delito cometido. Lloró un poco y se encasquetó la cara de perdón apropiada para el acongojado rostro de la niña abusada.
Cuando se vio en la cárcel y con el peso a cuestas de una graciosa cadena perpetua, se dejó golpear y violar por sus compañeros. Pensaba en su miserable vida solitaria, en su riqueza inaccesible que se había agotado con la indemnización a la familia, en el desprecio de las mujeres por su desagradable cara de galleta mordida. La tristeza se agolpó en su pecho. Nunca había sido amado por nadie. Había sido despreciado por etapas: en la infancia por juicioso, en la adolescencia por feo y en la adultez por ricachón.
Se vio aplastado por el cuerpo de cinco internos que le aplicaban la medicina de innumerables sangrías con el consolador filo de puñales hechizos. Murió, víctima de la indignación pública. En el proceso de ser asesinado recordó que la niña se le había ofrecido en la calle. Ella dijo que quería sexo mientras tocaba con la pequeña mano sobre la parte del pantalón donde podrían estar los testículos. Aún así no dejó de sentirse culpable cuando empezó a sentirse mareado y un sopor nubló sus sentidos.
La pequeña, soportando la verguenza de haber sido víctima de un crimen, pedía pequeñas sumas de dinero a sus padres. Nunca le negaban nada. La indemnización duró muchos años. Los suficientes para que ella pudiera olvidar el asunto. Pero por las tardes, hasta cumplir los dieciocho años, visitaba la casa de un anciano impotente y estéril con cara de sátiro. El hombre se ocupaba de organizar y adminstrar el dinero de las pequeñas. Desde joven, por su incapacidad sexual, se había aplicado en explotar mujeres y niñas, y educarlas para el chantaje. Era un negocio próspero. Ganaban dinero construyendo un complicado edificio de culpables y de indignados. Ya tenía un arsenal de pequeñas puticas a las que adiestraba en el arte de emporcar la vida de ancianos solitarios y ricachones.